Los predicadores cristianos se suponen dotados de un poder espiritual sobre el mundo, distinto a los poderes del militar, del político o del financiero. Es el poder del Espíritu Santo.
El cristianismo es la religión que utiliza la palabra para comunicar la fe. La Palabra viva de su fundador. “Las palabras que yo os he hablado son espíritu y son vida” (Juan 6:63).
Nuestros púlpitos han caído en la rutina, en la repetición, en el cansancio, porque quienes los ocupan hablan, pero no comunican. Se expresan con un vocabulario obsoleto que nada dice al hombre de hoy. De ahí que el culto dominical que se practica dedique tanto tiempo a la alabanza y tan poco a la predicación de altura. Porque el predicador de turno no se prepara, no estudia la Biblia, no conoce la sociedad del momento.
En la gestión de la crisis que vive el mundo ahora, el predicador cristiano debería responder con una contribución positiva, con propuestas cristianas alternativas que ofrezcan soluciones reales a las crisis. Esto no podremos hacerlo si seguimos aferrados a fórmulas que no transmiten el auténtico mensaje, que no comunican la esencia del Evangelio redentor.
Las palabras no valen por sí mismas, sino por la estructura total de la que forman parte.
Los predicadores cristianos se suponen dotados de un poder espiritual sobre el mundo, distinto a los poderes del militar, del político o del financiero. Es el poder del Espíritu Santo. “Recibiréis poder…. Y me seréis testigos” (Hechos 1:8).
En esta era de la globalización, ante un mundo triste y angustiado, el predicador cristiano debe hacerse preguntas como estas: ¿qué mensaje he de comunicar? ¿Cómo llegar al corazón de la gente? ¿Qué imágenes he de utilizar? ¿Cómo alcanzar al ser humano de hoy, dominado por la técnica, la informática, saturado de comunicación? ¿Qué lenguaje utilizar para hablar de Dios?
Cornelio pregunta a Teófilo: ¿puedes decirme quién habla el domingo? Responde Teófilo: predica Plutarco.
Teófilo está más próximo a la realidad que Cornelio porque hay hombres que suben al púlpito a la hora del sermón y se limitan a hablar, pero no predican.
Hablar es tan solo emitir palabras, darse a entender en los casos de personas. Emitir opiniones favorables o desfavorables de amigos o enemigos. “Teófilo y yo nos vimos y hablamos largamente anoche”. “A Cornelio le gusta hablar con sus vecinos”. Sólo hablan mucho los que hablan mal. No hablaríamos tanto en reuniones si nos diéramos cuenta del poco caso que nos hacen los que nos escuchan. El habla nos ha sido dada para entendernos con los demás, no para engañarlos a ellos y a nosotros mismos, como suele ser con la mayoría de los políticos, especialmente en tiempo de elecciones. Ramón y Cajal, Premio Nobel español, catedrático de la Facultad de Medicina, dice en su libro Cuentos de vacaciones y el mundo visto a los ochenta años: “Muchos habladores pasan por listos, cuando en realidad no son sino cabezas descansadas. Su cháchara brilla y molesta como rayo de sol reflejado en caldero vacío”.
Predicar es otra cosa.
La predicación, uno de los medios y fines esenciales para la trasmisión de la doctrina cristiana ocupa un lugar destacado en el contenido general del Nuevo Testamento. Predicadores poderosos en la palabra y en la psicología del carácter humano fueron Jesús, Juan el Bautista, San Pablo y otros pocos.
En los tiempos que estamos viviendo, si le es posible, el predicador debe ser un romántico. Empaparse de lo que significa el romance de la predicación. Generosidad, sensibilidad, apasionamiento, entusiasmo, idealismo, mitad Quijote y mitad apóstol.
En el púlpito, el predicador ha de seguir los principios elementales del sermón. Modular la voz, evitando la monotonía verbal. No mantener siempre el mismo tono de voz, enfatizando los puntos que lo requieren. Si lee como tema un versículo o un pasaje, mantenerse en ellos de principio a fin para no confundir al oyente; no recorrer la Biblia de arriba abajo. Si lo ve necesario, introducir alguna historia o anécdota que facilite la comprensión del tema. Y, si cabe, también alguna cita o referencia literaria. Jesús y Pablo lo hacían en sus predicaciones. En el púlpito no se debe ir vestido como si se fuera de calle. Por un lado, el púlpito requiere cierta dignidad. Por otro lado, la congregación merece respeto en el vestir del predicador. Cuidado con los gestos. He visto en iglesias pentecostales radicales a predicadores que gesticulaban como posesos. En otras iglesias no pentecostales he presenciado a predicadores micrófono en mano recorrer toda la plataforma; algunos bajan a los pasillos y desde allí van predicando a derecha y a izquierda.
La predicación debe ser espiritual, textual, inteligible, personal, viva, vehemente, completa, conciliadora y lo más actual posible.
Finalmente, el predicador debe procurar convertir el mayor número de personas para que cuando se abran para él las puertas de la eternidad pueda decir al Todopoderoso: “Aquí estoy, yo y los hijos que Dios me dio”. (Hechos 2:13).
Publicado en: PROTESTANTE DIGITAL